sábado, 17 de noviembre de 2012

CONTRA LOS ABUSOS POLICIALES

Desde que se iniciaron las masivas protestas ciudadanas y las manifestaciones en 2010, ya sea convocadas por movimientos independientes como el 15-M o por los sindicatos mayoritarios, estamos asistiendo con preocupación a la deriva violenta de los que, en teoría, deberían mantener el orden. Y no me refiero, precisamente, a los manifestantes que, en un 99%, han llenado las calles de forma pacífica en todo el país, sino a la cada vez más desprestigiada policía española.

Todos recordamos el desalojo de la plaza Catalunya el 27 de mayo de 2011, cuando se levantó de forma violenta la acampada del 15-M, en la que resultaron heridas leves 120 personas, hecho que fue denunciado por organismos como Amnistía Internacional. Recientemente se ha reabierto la causa por el desalojo, que había sido archivada provisionalmente por el Juzgado de Instrucción nº 4 de Barcelona que consideró "razonablemente proporcionada" la actuación de los Mossos d'Esquadra. Los sucesivos altercados acaecidos durante este año y el pasado entre manifestantes y policías ponen de manifiesto que las autoridades competentes (ministerio del Interior, diversas Consejerías del ramo y delegaciones del gobierno, sobre todo la de Madrid) no son capaces de gestionar con eficacia los conflictos, dejando en evidencia los métodos a menudo propios de otros tiempos o de otros regímenes de infausto recuerdo.

Un caso también muy criticado fue el que ocurrió el pasado mes de junio, cuando un grupo de desahuciados se encerró en la catedral de la Almudena para protestar por su situación, y el arzobispo de Madrid Rouco Varela pidió policías para desalojar el templo. Este gesto dice bastante poco de la supuesta solidaridad y empatía que un alto representante de la iglesia católica debería tener para con las personas que pasan por un drama en sus vidas.

En Murcia también ha habido episodios en los que la policía se ha extralimitado en sus funciones, como cuando, el mes de junio pasado, el alcalde de Murcia Miguel Ángel Cámara acudía a declarar como imputado por el caso Umbra a los juzgados, unos manifestantes fueron agredidos por parte de unos miembros de la policía. Estos hechos fueron denunciados y admitidos a trámite por el juzgado. 

Pero la gota que ha colmado el vaso de la indignación ante la brutalidad policial ha ocurrido durante la huelga general del pasado 14 de noviembre, en el que se han registrado multitud de incidentes entre policías y manifestantes, algunos de gravedad, como el niño de 13 años de Tarragona con una brecha en la cabeza o la mujer herida en el ojo en Barcelona, con pérdida parcial de visión. En ambos casos, el conseller de Interior, Felip Puig, resta importancia a los hechos, negándose a dimitir. En Murcia, a la carga realizada a miembros del PAH cuando realizaban un recorrido por el centro, hay que sumar la agresión a otro grupo, con resultado de varias personas contusionadas y una más con heridas graves en nariz y pómulo, necesitando ésta de intervención quirúrgica.

Estos hechos tan graves deben hacer reflexionar a las instituciones sobre el papel de los cuerpos de seguridad del Estado en un país democrático. Una cosa es detener a aquell@s que ponen en peligro la integridad física de personas y cosas, y otra muy distinta utilizar la fuerza, a menudo de forma indiscriminada, para ocasionar daños a transeúntes y manifestantes, con evidente exceso de celo. Especialmente denunciable es el hecho de que los miembros de las fuerzas de seguridad públicas actúen sin la placa de identificación bien visible, como lo exige la legislación vigente, dejando a la ciudadanía en indefensión ante un abuso de autoridad. Hay que exigir que aquellos que están para hacer cumplir la ley, la cumplan a su vez. 

La única preocupación del gobierno ante las manifestaciones es la "degradación de la marca España". Tal vez lo que debería preocuparles es la mala imagen que la policía española está dando en todo el mundo, reflejada en los principales medios de comunicación internacionales (ver aquí y aquí). Y también la desafección que muchos ciudadanos tienen hacia un cuerpo que, en teoría, y tal y como recoge la Constitución en su artículo 104, está para garantizar la seguridad ciudadana y no para contribuir a su degradación.